La tía Gloria, mejor conocida en
la familia como la Cantoya es de
aquellas señoras que “¡Mira nada más mijita, qué flaca estás, deberías
alimentarte un poco más. Ándale échate otro tamalito!” Y acto seguido te da un
beso en la mejilla, pero no cualquier beso, sino de esos que te comen vivo y
claro, te dejan los residuos de su desagradable líquido salival. Podríamos
decir que la Cantoya es de esas tías incómodas que jamás se inmutan de su
evidente obesidad mórbida. La familia decidió llamarla de tal manera –y a
escondidas- debido a su aparente parecido con globos de Cantoya y no me refiero a lo coloridos ni espectaculares, sino a
su tremendo volumen, aunque claro, la tía Gloria a diferencia de los globos
jamás podría elevarse por los cielos debido a tanto pinche peso que se carga.
Pero ella no es la única, también existen los cantoyitos, sus hijos, que no hace falta hacer una descripción
detallada de ellos, pues son la viva imagen de su regordeta madre, pero ellos
tienen un plus: son tan feos como las nalgas de un mandril.
El tío Simón, su esposo, es feo como la chingada, la gordura de él se
debe al exceso de cervezas que bebe cada que puede y con el pretexto que sea,
pero su mujer y sus hijos le adjudican el cuerpo de botarga de farmacia que
tienen a la interminable cantidad de placeres que la vida les ofrece y mientras
unos se atascan con dos o tres platos de pay de limón y “mamá échame otro
platito de pozole que todavía tengo un huequito”, otros “mamá vamos a la fiesta
de los Fernández, van a dar un chingo de comida y sirve que nos traemos nuestro
itacate para la merienda de mañana”.
La razón verdadera del incómodo estado físico de los Cantoya se debía a
que la tía Gloria desde que sus retoños eran pequeños les había metido en la
cabeza que la única cosa que los liberaría del pecado sería rindiéndole tributo
a dios con los alimentos “pero como dios no puede comer, a la chingada, nos
toca a nosotros hacer el sacrificio hijos, pues solo nuestro señor sabe el gran
esfuerzo que hacemos y cuánto le agradecemos con cada bocado“ y con tanta sarta
de barbaridades justificaban sus atracones diarios.
La dieta de los Cantoya incluía suculentos platillos como dos rebanadas
de pastel de chocolate con una taza de café, tres tamales verdes con su bolillo
y un atolito de champurrado para el desayuno, todo tipo de carnes rojas
acompañadas de papas fritas y una coca cola de litro para cada uno para la
comida, y para la cena unos taquitos de suadero, longaniza y cabeza y si les
entraba el antojo entre comidas degustaban cualquier tipo de carbohidratos en
cantidades exorbitantes para calmar la tripa un rato. Su gula no conocía de
cantidades, precios ni calorías. Había ocasiones en las que “hijo, quieres que
te sirva otro poco” “no mamá ya estoy lleno, gracias” y treinta minutos después
“como que ya hace hambre, se me antojan unas papitas con mucha valentina y un
helado de vainilla, vamos por algo ¿no?” mientras que Simón “Tráiganme dos
caguamas indio y unos cacahuates japoneses ya que andan en esas”.
Y no se diga lo que ocurría en las fiestas, los Fernández ya no
quisieron invitarlos a los quince de Marianita porque “no manches mamá, si
invito a los Cantoya se van a terminar toda la comida, y la tía Gloria ya vez
como es de gorrona, mejor no hay que invitarlos”.
Entre gula y gula los Cantoya vivieron su vida disfrutando sin empacho
los placeres de la vida, pero como no hay fecha que no llegue y plazo que no se
cumpla , dios se encabronó tanto por semejante blasfemia, pues la gorda familia
había estado viviendo en pecado durante muchos años y así, sin decir agua va,
se los llevo rodando derechito al infierno y ahí si nada de “para tener
contento a Satanás debemos rendirle tributo y como él es diabético y no come
azúcar pues hay que sacrificarnos mijitos”.
Lidia Arévalo Fernández
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