Los fantasmas de mi sombra


Que las palabras no se las lleve el viento


16 de septiembre de 2013

El pecado de los Cantoya


La tía Gloria, mejor conocida en la familia como la Cantoya es de aquellas señoras que “¡Mira nada más mijita, qué flaca estás, deberías alimentarte un poco más. Ándale échate otro tamalito!” Y acto seguido te da un beso en la mejilla, pero no cualquier beso, sino de esos que te comen vivo y claro, te dejan los residuos de su desagradable líquido salival. Podríamos decir que la Cantoya es de esas tías incómodas que jamás se inmutan de su evidente obesidad mórbida. La familia decidió llamarla de tal manera –y a escondidas- debido a su aparente parecido con globos de Cantoya y no me refiero a lo coloridos ni espectaculares, sino a su tremendo volumen, aunque claro, la tía Gloria a diferencia de los globos jamás podría elevarse por los cielos debido a tanto pinche peso que se carga. Pero ella no es la única, también existen los cantoyitos, sus hijos, que no hace falta hacer una descripción detallada de ellos, pues son la viva imagen de su regordeta madre, pero ellos tienen un plus: son tan feos como las nalgas de un mandril.

  El tío Simón, su esposo, es feo como la chingada, la gordura de él se debe al exceso de cervezas que bebe cada que puede y con el pretexto que sea, pero su mujer y sus hijos le adjudican el cuerpo de botarga de farmacia que tienen a la interminable cantidad de placeres que la vida les ofrece y mientras unos se atascan con dos o tres platos de pay de limón y “mamá échame otro platito de pozole que todavía tengo un huequito”, otros “mamá vamos a la fiesta de los Fernández, van a dar un chingo de comida y sirve que nos traemos nuestro itacate para la merienda de mañana”.

   La razón verdadera del incómodo estado físico de los Cantoya se debía a que la tía Gloria desde que sus retoños eran pequeños les había metido en la cabeza que la única cosa que los liberaría del pecado sería rindiéndole tributo a dios con los alimentos “pero como dios no puede comer, a la chingada, nos toca a nosotros hacer el sacrificio hijos, pues solo nuestro señor sabe el gran esfuerzo que hacemos y cuánto le agradecemos con cada bocado“ y con tanta sarta de barbaridades justificaban sus atracones diarios.

   La dieta de los Cantoya incluía suculentos platillos como dos rebanadas de pastel de chocolate con una taza de café, tres tamales verdes con su bolillo y un atolito de champurrado para el desayuno, todo tipo de carnes rojas acompañadas de papas fritas y una coca cola de litro para cada uno para la comida, y para la cena unos taquitos de suadero, longaniza y cabeza y si les entraba el antojo entre comidas degustaban cualquier tipo de carbohidratos en cantidades exorbitantes para calmar la tripa un rato. Su gula no conocía de cantidades, precios ni calorías. Había ocasiones en las que “hijo, quieres que te sirva otro poco” “no mamá ya estoy lleno, gracias” y treinta minutos después “como que ya hace hambre, se me antojan unas papitas con mucha valentina y un helado de vainilla, vamos por algo ¿no?” mientras que Simón “Tráiganme dos caguamas indio y unos cacahuates japoneses ya que andan en esas”.

   Y no se diga lo que ocurría en las fiestas, los Fernández ya no quisieron invitarlos a los quince de Marianita porque “no manches mamá, si invito a los Cantoya se van a terminar toda la comida, y la tía Gloria ya vez como es de gorrona, mejor no hay que invitarlos”.

  Entre gula y gula los Cantoya vivieron su vida disfrutando sin empacho los placeres de la vida, pero como no hay fecha que no llegue y plazo que no se cumpla , dios se encabronó tanto por semejante blasfemia, pues la gorda familia había estado viviendo en pecado durante muchos años y así, sin decir agua va, se los llevo rodando derechito al infierno y ahí si nada de “para tener contento a Satanás debemos rendirle tributo y como él es diabético y no come azúcar pues hay que sacrificarnos mijitos”.


Lidia Arévalo Fernández

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