Los fantasmas de mi sombra


Que las palabras no se las lleve el viento


12 de junio de 2013

¿Qué hago ahora?


Sabino y Timoteo solían beber cada fin de semana en la misma cantina desde hace más de veinte años. Era costumbre, era rutina, y una jodida manera de torturarse escuchando al trovador de los sábados, acompañados de tequila, cigarros sin filtro y la misma canción que Sabino pedía después de varios tragos.

   Desde los 13 años Sabino visitaba a Timoteo que vivía a unas ocho cuadras de su casa. En ocasiones iba en su bicicleta y otras corría y corría hasta llegar a la ventana que daba a la cocina de la casa de su inseparable amigo. Desde ahí podía ver a Martha, la tía de Timoteo. Martha siempre usaba vestidos con escotes demasiado pronunciados y a Sabino le encantaba eso, así que antes de tocar para buscar a su amigo se quedaba unos minutos oculto detrás de un árbol justo frente a la ventana para poder ver aquel escote de la tía Martha.  Veía cómo cortaba la cebolla y lloraba, y cómo en días de calor el sudor le resbalaba suavemente por su cuerpo hasta desaparecer entre sus senos.  Después de ese espectáculo Sabino le gritaba a Timo -cómo él le decía- y enseguida salía de casa para ir en busca de aventuras juntos.

   La precocidad de Sabino y la inexperiencia de Timoteo los condujo con decenas de prostitutas en su adolescencia y a partir de ahí su vida estuvo llena de excesos, vivían “la vida loca” como ellos le decían; todo fue de esa manera hasta que concluyeron la carrera en ingeniería civil.  Durante la universidad Timoteo había tenido varias novias pero nunca pudo formalizar con ninguna y a Sabino simplemente no le interesaba enamorarse de nadie.

   La noche que todo cambió, Sabino y Timoteo acudieron a la cantina de Filemón –como ya era costumbre- dispuestos a pasar la mejor borrachera de sus vidas. Se sentían los dueños del mundo, los invencibles, los que todo podían hacer, sin embargo, al conocer a Matilde, la visión que tenía Sabino de un futuro excesivo se fue desvaneciendo.

  Matilde era una muchacha de 20 años recién cumplidos, que había comenzado a trabajar como mesera en la cantina de Filemón. Entraron saludando a todos los demás hombres, que al igual que ellos, gastaban su vida, su tiempo y su dinero en borracheras interminables.  Se sentaron en la mesa de siempre y conversaron por unos minutos mientras disfrutaban del amargo sabor del cigarro.  Matilde estaba ahí, en el mismo lugar, rodeada de la misma gente, compartiendo el mismo aire y el mismo espacio. Ella se acercó a la mesa de los hombres, preguntó qué querían y en ese momento Sabino no supo en qué jodido momento su vida había cambiado de sentido, dejándolo completamente de cabeza. La vida que él siempre quiso tener la tuvo, no le hizo falta nada, vivió pleno, o al menos eso creía, hasta que conoció a Matilde.

  Solo bastó una noche y dos botellas de tequila para que Sabino transformara su vida. ¿Era amor a primera vista? ¿Era alguna clase de brujería? ¿Qué putas era lo que ocurría? Todo fue tan rápido y tan lento a la vez, sentía que los minutos corrían a prisa, pero no veía el tiempo pasar.
Matilde era una chica encantadora de cabello negro y lacio,  su piel era blanca como la nieve de un frio invierno, y su cuerpo era liso y perfecto; una muchacha seria, educada y bien vestida. Sabino sabía que tenía ante sus ojos a la mujer perfecta, a la que llegaría a romper con todas las expectativas de la vida que él tenía, y por supuesto, la mujer que le daría en la madre, que lo haría delirar y sufrir. La catarsis de Sabino estaba comenzando.

   Sorpresivamente después de un par de horas y muchos tragos de licor, Sabino se levantó de su lugar y se dirigió hacia la barra. Ahí estaba ella, sirviendo copas de vino, cervezas, soportando a engendros borrachos y mal olientes, se veía paciente pero inconforme. Sabino se colocó frente a ella y fue como si todo  hubiese desaparecido, el ruido se atenuó y sus miradas se conectaron de tal manera que fue imposible percatarse de lo que sucedía alrededor. Sabino tomó una servilleta y del bolsillo de su camisa sacó un bolígrafo de punto fino en color negro, la miro a los ojos y escribió:

"¿Qué hago ahora contigo?
Ahora que eres la luna, los perros,
las noches, todos los amigos."
                                                 Sabino

                                     
   Sabino dobló la servilleta, tomó la mano de Matilde y con suavidad la colocó sobre su palma. Regresó a su lugar, estaba fuera de sí, su cuerpo ya no era el mismo, incluso había olvidado la presencia de Timoteo desde que sus ojos miraron a la bella Matilde. Estaba sufriendo, terriblemente, sufría y no sabía por qué, le dolía el pecho, los huesos, le dolía la carne, la garganta, le dolía el palpitar de su corazón. En verdad, aquella muchacha de piel blanca y lisa había penetrado hasta la más profunda protección contra el amor que tenía Sabino. Pasaron algunos minutos, minutos inmóviles, minutos de trance, Sabino había perdido la noción de todo, estaba borracho, no sabía que le había pasado, sentía plenitud, una terrible e insoportable plenitud.

  Ya era medianoche, Timoteo no entendía qué pasaba con su amigo, pensó que era la borrachera la que lo tenía tan apendejado; pagaron la cuenta y salieron del lugar. Matilde corrió, empujó fuertemente las puertas de madera que daban entrada a la cantina, y le entregó un pequeño papel húmedo y arrugado, le sonrío y se fue.

“¿Dónde pongo lo hallado?

 En la tierra, en tu nombre, en la biblia,

en el día que al fin te he encontrado.”

                                                         Matilde.

   Una descarga de mil revoluciones por minuto sintió en su cuerpo con tanta fuerza que casi cae al suelo. Timoteo le preguntó una y otra vez qué sucedía pero Sabino no respondía, entonces leyó la nota y entendió todo. Conocía perfectamente a su amigo y sabía que realmente algo dentro de él había cambiado, aquel Sabino libertino, indomable, rodeado de putas de una noche ya no estaba, se había perdido. Sabino acababa de experimentar algo parecido al amor, eran orgasmos continuos, satisfacción acompañada de inquietud, incertidumbre, dolor, adrenalina; todo y nada.
   Esa madrugada no pudo dormir, pensaba en Matilde, en la casualidad de haberla conocido ese día, a esa hora, en ese momento, entre las notas de aquella canción que también ella conocía y que a partir de ese momento había adquirido un significado para él: “¿Qué hago ahora contigo Matilde?, ¿Qué putas hago ahora contigo que te he conocido?” se repetía una y otra vez. Fue la noche más larga de su vida, nunca imaginó que una mujer que acababa de conocer le quitaría el sueño, lo inquietaría de la forma en que Matilde lo había hecho. Quería sonreír y gritar, salir corriendo a buscarla, a besarla, a decirle lo idiota que se sentía al sentirse enamorado de alguien, pero el miedo, la inseguridad y la estupidez se apoderaron de él.
Escribió su nombre en cientos de hojas blancas, repitió una y otra vez la misma canción, fumó Delicados sin filtro, bebió tanto café como pudo y Matilde seguía ahí, en su mente, en su habitación, en la canción, en el humo del cigarro donde se formaba su rostro; el café le sabía a ella, la soledad se parecía a ella,  a Matilde, a la hermosa Matilde.
   La mañana siguiente Sabino amaneció con un terrible dolor de cabeza, le dolía el cuerpo, los huesos, tenía frío y sudaba excesivamente. Llamó a Timoteo para que fuera a verlo, después de una hora éste llegó y se impactó tanto al ver a su amigo en ese estado, nunca lo había visto enfermo. Timoteo quiso culpar al tequila, al café, a los cigarros sin filtro, incluso llegó a pensar que su amigo había estado drogado la noche anterior, pero Sabino sabía el motivo: estaba sufriendo por una mujer que no conocía. Permaneció en ese estado cinco días, cinco terribles días enfermo de “no sé qué cosa”, fumando y tomando café, escribiendo poesía o cualquier tontería. Cada que podía Timoteo iba a visitarlo, le llevaba comida que Sabino no probaba, lo trataba de convencer de ir a un médico pero siempre se negaba, pues estaba seguro que lo que él tenía no se curaba con ninguna medicina ni con ningún doctor.
  Ya habían transcurrido cinco largos días y Sabino decidió levantarse de la cama, salir de nuevo y enfrentarse a Matilde. Ella había sido en lo único que había estado pensando durante ese tiempo y creyó que sería muy estúpido mantenerse en cama mientras ella continuaba su vida, pensando en él o en alguien más. El miedo aún no salía de su cuerpo, pero decidió enfrentar cualquier cosa, sentía algo por una mujer, y no por cualquier mujer sino por Matilde, si iba sufrir de algo quería que fuera de amor y no de cáncer pulmonar.
  Esta vez fue a la cantina sin Timoteo, pidió una cerveza y esperó a la joven que le había quitado el sueño. Sentía nervios, miedo, coraje de no verla, un ansia loca por mirarla de nuevo y llevarla a su casa, besarla, decirle que era la culpable del amor que sentía. “¿Qué hago ahora contigo Matilde, qué hago ahora que eres la luna, los perros, las noches, todos los amigos?... Otra cerveza, luego otra y una más, de lejos se escuchaba a Silvio Rodríguez:

“¿Dónde pongo lo hallado?

En las calles, los libros, la noche,

 los rostros en que te he buscado.”

Sabino bebía, cantaba, sufría por la espera, y Matilde ya no estaba.



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